Un sol pálido y
ridículo pugna por iluminar la costa árida y marrón. La niebla lechosa
deja una sensación de ducha permanente que ayuda al frío a penetrar en
el cuerpo como en un lecho de muerte. Tomás mira el paisaje desde su
agujero semi-inundado. Cada tanto su pensamiento se evade de esa
pesadilla helada y lo lleva al confort de su Corrientes natal.
Con una mezcla de
morbosidad y nostalgia se deja arrastrar por la fuerza de sus mejores
recuerdos. Su pueblo, Sauce Grande, disfrazado de celeste y blanco, y la
gente de siempre gritando su patriotismo en la plaza. Las arengas
persistentes en toda la línea de mando, desde el sargento hasta el
teniente coronel, con distintas palabras pero en el mismo sentido,
inflaman su corazón joven con entusiasmo triunfalista e histórico.
Gabi, su novia de
siempre, ofreciéndose por primera vez entre jadeos y sollozos. Recuerda
sus manos palpando aquellas curvas sólo conocidas con ropas...Y los ojos
grandes de ella aún más grandes en la sorpresa de la unión...
Una mano invisible lo
ha sacado de aquel pozo infecto y lo ha llevado al paraíso... ya no
tiene frío. Pero los recuerdos también juegan malas pasadas y de pronto
su mente se llena con las despedidas, el abrazo firme de su padre, las
lágrimas de su madre estampadas en su propio rostro, Gabi amalgamada en
su cuerpo como queriendo postergar el adiós. Ve el tren partir en una
nube de llanto, alaridos patrióticos, banda municipal y polvo de un
verano que debería haberse ido hace rato.
“¡Tomás!, le sacude el
hombro su compañero de pozo, ¿porqué llorás macho? ¡Qué te pasa?”
Él se lleva la mano a
la cara y bebe sus lágrimas saladas como el mar azul, casi negro, que lo
amenaza y cerca en la distancia.
“Nada, Jorge, responde,
debe ser arena en los ojos...”
Intenta volver al
cobijo de sus pensamientos, pero no puede. La realidad lo atrapa con sus
garras despiadadas. Retornan el frío y el hambre. Una gaviota vuela en
el mismo lugar columpiándose frente al viento, intenta descubrir un pez
en el mar que mientras tanto se sacude con olas cortas y espumosas.
Tomás deja escapar un suspiro, cambia de posición para no acalambrarse e
intenta que el agua sádica del pozo no lo toque. Saca un cigarrillo,
acurruca el fósforo entre sus manos y lo enciende. Saborea el gusto
dulce y áspero que tiñe su saliva, su boca se calienta, la nicotina lo
invade y por un instante lo distrae, y ya se lo lleva cuando...
“¿Escuchaste eso?”,
pregunta Jorge.
Tomás aguza sus oídos y
descubre un sonido, apagado todavía, que se filtra entre el soplido
continuo del viento y el discurso arrogante del mar.
“Suena como una
aspiradora”, le dice Jorge con una sonrisa loca dibujada en los labios.
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El viento sacude el
Harrier, que agazapado se pega a la cubierta del portaviones. Están
cargándole combustible, en minutos volverá a salir. Su piloto, Tom, se
relaja. Su mente decide tomarse un descanso y se lo lleva de la mano a
Coventry. Tom vive con sus padres en una pequeña y antigua casita de
piedra rodeada de un jardín invadido por las rosas que su madre Ann ha
plantado con amor y determinación. Tom bebe té con ella mientras mira
las noticias por televisión.
En algún lugar lejano y
sureño, un país latinoamericano le ha pisado la cola al león, ha
invadido tierras inglesas. Aparece el rostro agrio y perverso de
Margaret Thatcher aclarando salvajemente que el incidente no será
tolerado. Las islas se recuperarán junto con el honor pisoteado de aquel
sórdido imperio. De allí salta al pub. Sus amigos lo emborrachan y lo
felicitan palmeándole la espalda; lo han nombrado representante legal
para luchar en una guerra insólita y estúpida.
Un nuevo flash lo lleva
a Molly, su novia eterna, el último amor consumado con prisa en el
parking de la iglesia. Recuerda los olores, el cuerpo blanco y caliente
regalado entre las ropas desabrochadas, los vidrios empañados del coche
protegen sus intimidades del mundo exterior.
Un chasquido en los
auriculares y la voz del mecánico diciéndole que está listo para salir
lo arrancan del pasado familiar y lo vuelven a sumergir en el presente
pre-antártico. En el tablero una pantalla le indica las instrucciones
para poner en marcha la turbina Rolls Royce. Un sonido parecido al de
una aspiradora gigante lo rodea e intenta penetrar el cristal de su
cabina. Se concentra en la maniobra. Una vez que los relojes se
estabilizan, comunica a la torre sus intenciones y le son aceptadas. El
mecánico le apunta con el pulgar levantado, él le contesta que está
listo con el mismo gesto y empuja los aceleradores al máximo. La
aspiradora se convierte en un alarido y la nave carretea aumentando su
velocidad hasta que la rampa curvada hacia arriba la lanza al aire
helado.
Espera a alcanzar una
velocidad segura para esconder el tren de aterrizaje y los flaps, ya es
un ave más que se sacude en aquel viento foráneo enfurecido como el mar
color tinta que lo observa hambriento, ahí abajo. En pocos minutos
volará sobre tierra firme, ya no hay tiempo para los recuerdos.
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La niebla se ha
levantado, ahora unas nubes bajas y oscuras corren apuradas llevadas por
el viento que no cesa. Tomás y Jorge observan asombrados el aparato que
se les acerca desde el mar. El sonido de los motores es nítido y
concreto. Tomás, con las manos temblorosas pero decidido abre un
estuche, parecido al de un músico. Es un misil tierra-aire Stinger que
los mismos ingleses han abandonado en un ataque ocurrido días antes.
Desesperado lo arma como puede. Lo enciende y apunta al pájaro que
crece. Jorge lo mira con estupor. Tomás aprieta el gatillo.
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La playa se le acerca
con rapidez. Tom apenas distingue el fulgor del misil e instintivamente
presiona el disparador de sus ametralladoras trazando una línea mortal
que se escurre entre las piedras. El Stinger desprende su booster,
inicia el encendido del sustainer y
se dirige seguro hacia el blanco. Sus sensores, ávidos de calor,
persiguen la señal inequívoca de los reactores del avión. Tom inicia
maniobras evasivas. Por un instante bailan una danza macabra que termina
en una explosión enceguecedora. La deflagración conmueve el paisaje y
hace gritar a las gaviotas acallando, por un instante, el dialogo
monótono de las olas. Tom no se eyecta; ya es luz y calor enfriándose en
el aire patagónico…
Tomás también se
enfría. La vida se le escapa del cuerpo perforado por un proyectil
escupido por el pájaro asesino. Se desangra tiñendo el agua agazapada en
el fondo del pozo. Sus ojos, todavía abiertos, se opacan y su sonrisa,
victoriosa, se congela en la eternidad de los tiempos...
Ricardo Viti
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